Muere el dramaturgo y actor Sam Shepard a los 73 años

Sam Shepard, uno de los dramaturgos estadounidenses más prolíficos e idiosincráticos de la segunda mitad del siglo XX falleció ayer en su casa de Kentucky a los 73 años a causa de complicaciones derivadas de la parálisis lateral amiotrófica (ELA) que padecía desde hacía tiempo.

VIERNES actor y escritor SAM SHEPARD en el rodaje de LLAMANDO A LAS PUERTAS DEL CIELO para el Viernes

 

Autor de más de 40 obras de teatro, Shepard obtuvo el Premio Pulitzer en 1979 con El niño enterrado, primera parte de su celebrada Trilogía de la familia.

El cine también desempeñó un papel importante en su vida; fue nominado a un óscar como mejor actor de reparto por su papel en Elegidos para la gloria, de Philip Kaufman, en 1983. También trabajó con Terrence Malick, Volker Schlondorff, y Ridley Scott. Una de sus contribuciones más celebradas fue su trabajo como co-guionista de Paris, Texas, dirigida por Wim Wenders en 1984.

“No hay nadie que escriba diálogos como él ni tampoco hay nadie que logre hacer visible como él la América oculta”, afirmó Wenders a propósito de su colaboración. Shepard también trabajó con Antonioni como guionista de Zabriskie Point.

Las palabras que empleó a propósito de Bob Dylan en su crónica de la gira que hizo el cantante por Estados Unidos en 1975 son perfectas para caracterizarlo a él: “El mito es un medio en extremo poderoso porque va dirigido a las emociones y no a la cabeza. Nos arrastra al ámbito del misterio”. En su caso, el misterio estribaba en su capacidad para arrancar de la realidad personajes arrastrados por la fuerza de lo legendario y situarlos en la inmediatez desgarrada del escenario.

Sam Shepard interpretó en la vida multitud de papeles que difícilmente se dan en una misma personalidad: rockero, cowboy, actor marginal del teatro off-off Broadway o de grandes producciones de Hollywood, guionista y dramaturgo de gran calado y rigor, o narrador de extraordinaria precisión en obras como sus fragmentarias y emotivas Crónicas de motel (1982).

Buceador en los aspectos más oscuros de las relaciones humanas, en particular las amorosas, tampoco había en esto mucha distancia entre la vida y el escenario. Se ha escrito mucho sobre sus relaciones con Patti Smith, con quien escribió a medias en el Hotel Chelsea en dos noches Cowboy Mouth. O con Jessica Lange; tras un encuentro que parece el guion de una de sus piezas más atormentadas, tuvo después una relación que duró 30 años y dio como fruto dos hijos.

Shepard nació el 5 de noviembre de 1943 en Fort Sheridan, Illinois, enclave militar donde estaba destinado su padre, a quien el dramaturgo caracterizó como “experto bebedor de profesión”. Durante la adolescencia lo que más le interesaban eran los rodeos y las carreras de caballos. En la universidad se matriculó, un poco por casualidad, en una clase de literatura, donde sus compañeros eran todos, conforme a su descripción, “unos beatniks gracias a los cuales descubrió el jazz, el teatro de Beckett, el expresionismo abstracto y las drogas”. Dejó los estudios universitarios al cabo de un par de semestres. Un día, hojeando el periódico local vio un anuncio de una compañía de teatro que buscaba autores. Se entrevistó con ellos y lo contrataron.

De vez en cuando hacían escala en Nueva York y en una de aquellas ocasiones dedidió quedarse. Un antiguo compañero del colegio, Charles Mingus, hijo del legendario contrabajista de jazz, le ofreció compartir piso con él y le encontró trabajo como ayudante de camarero en el Village Gate, donde vio tocar a grandes del jazz como Thelonious Monk. Puerta con puerta de los clubes de música estaban los teatros off-off Broadway, para los que empezó a escribir piezas inspiradas en Beckett y Pirandello. El crítico del New York Post no supo bien qué decir de su primer estreno, Cowboys, que caracterizó como una especie de mezcla entre Esperando a Godot, y John Steinbeck. La obra de Shepard como dramaturgo es extraordinariamente amplia, rica y variada. Y como su vida, en algún lugar había siempre un toque teatralmente absurdo. Una de las anécdotas que más le gustaba contar es que el mismo día en que recibió un telegrama comunicándole que había ganado el Premio Pulitzer, el dueño del teatro donde se representaba El niño enterrado, tomaba la decisión de poner fin a los pases de la obra.

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