Por: Eduardo Márceles Daconte
Colombia ha perdido a una de las más admiradas figuras del arte dramático contemporáneo. Santiago García (Bogotá, 1928-2020) ha sido no solo uno de los más autorizados profesionales del teatro de nuestro tiempo, sino precursor de una concepción posmoderna de la actividad teatral en el país como director, actor, dramaturgo e innovador en sus múltiples modalidades. Es, junto con Enrique Buenaventura, el impulsor más prolífico de la creación colectiva que vino a renovar, desde la década del 60, la metodología y argumentos escénicos del país. Es decir, desde el momento en que el teatro empezó a conformar su fisonomía actual de nuevo teatro, allá por 1956, con la llegada al país del director japonés Seki-Sano quien fundó la primera escuela de arte dramático que funcionó en Bogotá.
No obstante sus estudios de arquitectura, a partir de aquel contacto con Seki-Sano, García fue un apóstol de tiempo completo dedicado al desarrollo de esta disciplina artística que tantos sacrificios exige como recompensas otorga. El objetivo principal de esa escuela era formar actores para la televisión recién instalada por el General Rojas Pinilla. En aquellos teleteatros que se presentaban por el único canal nacional, comenzó a gestarse el primer conjunto de teatristas que sostuvo una idea diferente del arte dramático. Se proponían sacudir la anacrónica tradición colombiana o española de comedia de costumbres para proponer elementos innovadores de creación teatral.
En 1959, a raíz de un conflicto en la televisora que ya había sucumbido a la comercialización con la restauración del gobierno civil, encontramos a García entre los fundadores de El Búho, un grupo independiente que se forma con los alumnos más entusiastas del curso de Seki-Sano, donde estaban también Carlos José Reyes y Fausto Cabrera. Después de una temporada de estudios de dirección teatral en Praga (República Checa); de actuación en el famoso Actor’s Studio de Nueva York, y una temporada en la Universidad del Teatro de las Naciones en Paris, regresa al país e ingresa como director de teatro en la Universidad Nacional donde despliega una inusitada labor de actualización dramática, contribuyendo así a la formación de un movimiento teatral universitario que tanto habría de impulsar nuestro desarrollo hasta culminar en los festivales de teatro de Manizales en 1968 hasta la fecha, y fructifica dos décadas más tarde en el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, fundado por Fanny Mikey y Ramiro Osorio en 1988.
Es sin duda uno de los primeros en divulgar la obra del dramaturgo alemán Bertold Brecht en Colombia. De hecho, en 1957 actúa en el montaje de Los fusiles de la Madre Carrar con dirección de Fausto Cabrera. Tiempo después, en 1965, realiza la histórica puesta en escena de Galileo Galilei, la polémica obra de Brecht, y se empeña en difundir la producción dramática de la vanguardia tanto de Europa como de Estados Unidos y América Latina. Así se conocen obras de Arrabal, Brook, Albee, Wilder, y muchos autores hasta aquella época desconocidos en Colombia.
Su puesto de combate estuvo siempre en el Teatro La Candelaria desde su fundación el 6 de junio de 1966 en donde se ha desempeñado como actor, director e inspirador de las obras que mayor éxito han alcanzado en nuestra joven historia teatral. De suerte que con el cúmulo de todas sus experiencias reunió en su libro Teoría y Práctica del Teatro (1983), las ponencias, reflexiones, ensayos, entrevistas y notas de diversos montajes que ayudan a conocer su trabajo y el de sus compañeros de oficio. En este volumen de 170 páginas editado por el CEIS –Centro de Estudios e Investigaciones Sociales– de Bogotá, dedica el primer capítulo a dilucidar acerca del nuevo actor como promotor-creador-administrador, tomando como punto de partida la propuesta filosófica de L. N. Stolovicht sobre la valoración estética.
Esta colección de ensayos y reflexiones sobre la actividad teatral se propone, entre otros temas, “reflexionar sobre el papel del actor en la conformación de los grupos de teatro y a su vez el papel del grupo de teatro como un elemento determinante en las transformaciones sociales”, el cual asimila los diferentes componentes: cognoscitivo, ideológico y estético. “De la relación que podamos establecer de los tres factores básicos de este esquema: los medios de producción, el público y las organizaciones populares, podríamos sentar los principios de una nueva estética teatral apoyada por la ciencia y la ideología. La confusión de las funciones de los tres momentos determinantes de la obra de arte y de las consecuentes relaciones con los factores básicos, conduce a posiciones esquemáticas, áridas, que aíslan al artista del contexto dinámico de este complejo engranaje y en el caso del nuevo teatro popular latinoamericano propicia la creación de fracciones y de intentos divisionistas dentro del movimiento teatral”.
También explica la función de la ideología en el proceso operativo que propone “esforzarse en crear una teoría, encontrar estrategias autorales que permiten dinamizar el trabajo teatral en nuestro medio: he aquí la preocupación central. En este punto nos encontramos con un obstáculo. La presencia de la ideología en el proceso creativo, su relación con la obra de arte, y en el caso del teatro, su ubicación en la relación espectáculo-público”. Es a partir de ciertas definiciones del teórico italiano Ferruccio Rossi-Landi quien expone sus conclusiones en diversos textos acerca de las relaciones entre la semiótica, la ideología, la estética y su acción social, de donde se han nutrido ciertos conceptos que García reelabora de manera inteligente en el contexto del teatro colombiano.
Luego, aprovecha una propuesta analítica que Roland Barthes desarrolla en su artículo La imaginación del signo para estudiar el jugo de la imaginación en la dramaturgia brechtiana. Un ensayo creativo que en ocasiones se diluye en disquisiciones tramadas con la densa jerga semiológica tan de moda en el país a finales de la década del 70 entre algunos teatristas interesados en profundizar en esta disciplina como instrumento de análisis teatral. Aquí recordamos, además de García, a Enrique Buenaventura y al semiólogo italiano Giorgio Antei.
Si bien en sus elucubraciones teóricas García es a veces tortuoso e impenetrable, los escritos sobre su experiencia de trabajo en Bogotá o La Habana, como también sus conferencias en Lima o sus entrevistas en México y Tegucigalpa, son elocuentes, lúcidas, emanan ese humor proverbial que le caracterizó siempre, y revelan una imaginación didáctica de asombrosa versatilidad idiomática. Tal es el caso de sus Notas donde, como buen discípulo de Brecht quien también mantuvo un diario de trabajo, consigna el proceso de montaje de Golpe de Suerte. En él podemos trazar desde las primeras intenciones del conjunto teatral, hasta el desenlace de una obra que resultó ser totalmente diferente de sus propósitos iniciales.
Su primera experiencia como director fuera del grupo La Candelaria, fue en México (1980) invitado por la Escuela de Arte Teatral para realizar el montaje de Guadalupe años sin cuenta (1975), una verdadera obra maestra de la dramaturgia colectiva. No obstante su interés por hacer un trabajo creativo que transformara, en lugar de repetir la puesta en escena original, las limitaciones actorales del conjunto mexicano le obligaron finalmente a utilizar un método tradicional para terminar a tiempo su compromiso. En cambio estuvo más satisfecho con el desempeño del colectivo Cubana de Acero de La Habana cuando participó (1981) como director invitado en el montaje de Huelga, la premiada obra de Casa de las Américas (1981) del dramaturgo cubano Albio Paz.
En su testimonio relata cómo el atractivo de explorar otras avenidas de experimentación teatral le impulsaron a aceptar ese reto aún sin conocer a cabalidad la idiosincrasia cubana, y cómo se desembarazó de ciertos parámetros fijados por la creación colectiva para enfocar una obra de autor que exige mayor intensidad en la construcción de personajes, una práctica que luego aplicó −en una efectiva síntesis de retroalimentación− en el montaje de Diálogo del rebusque (1981) una de las obras más exitosas de La Candelaria.
Es precisamente en los capítulos dedicados a explicar la creación colectiva como proceso de trabajo en su grupo donde García alcanza su mejor nivel como escritor de ensayos teatrales, pues es no solo un tema apasionante sino el que más entusiasmo suscita si tenemos en cuenta que ha sido una valiosa contribución del teatro colombiano a la dramaturgia universal en obras como Guadalupe años sin cuenta, Los diez días que estremecieron al mundo o en una pieza menos lograda como Golpe de Suerte. Desde el principio, sin embargo, enfatiza su carácter transitorio, no se trata de un método que “supone un proceso definido o teorizado que se puede repetir”. Más bien funciona como un esquema sujeto a las transformaciones que exige el tema de cada obra que se trabaja. Su interés es “hacer un primer intento de teorización…, procurando caracterizar los diferentes pasos que puedan tener en cierta medida un común denominador…” A fin de hacer más diáfano su argumento, García ubica ejemplos precisos que no dejan duda sobre la dificultad que entraña un proceso tan complejo como es la creación colectiva, un recurso que estuvo en receso cuando se retomaron obras de autores individuales como fue el caso de La Trasescena (1984), original de Fernando Peñuela, actor del elenco.
A través de todo el corpus ensayístico y testimonial de Santiago García, se evidencia su preocupación por ciertas constantes que ha desarrollado el nuevo teatro colombiano como son la necesidad de agremiarse (lograda parcialmente a través de la Corporación Colombiana de Teatro) ante la indiferencia u hostilidad del Estado para una disciplina artística que solo sobrevive en condiciones de libertad de expresión y generoso apoyo económico; la urgencia de nutrirse de nuestra historia política, de las luchas del campesinado por la tierra y el movimiento obrero para ofrecer una versión teatralizada en su contexto de injusticia social y represión oficial, como también el imperativo de ampliar la base de un público popular cada vez más receptivo; de una crítica a la situación socioeconómica reflejada, por ejemplo, en el narcotráfico con sus secuelas de corrupción y violencia o el desamparo de quienes procuran sobrevivir a cualquier precio como se patentiza en el metafórico montaje de Diálogo del Rebusque.
Las enseñanzas teatrales que heredamos de Santiago García son un aporte fundamental pare entender el nuevo teatro colombiano desde la década del 60 hasta el presente y de obligatoria investigación para todos aquellos a quienes, en cualquiera de sus variantes, nos interesa el arte dramático tanto en su trayectoria histórica como en los postulados conceptuales que se debaten en Colombia.
Por: Eduardo Márceles Daconte
*Escritor, investigador y periodista cultural, autor de una docena de libros de narrativa, teatro, ensayo, biografía y artes visuales.