Por: Alejandro Jiménez-Schröder
Por estos días nuevamente se ha suscitado en el país una especie de debate que lamentablemente no llega a encontrar la profundidad que se merece; sólo se limita a una serie de posturas que se argumentan en razonamientos tan insensatos como “si la sociedad se arma, los delincuentes tendrán miedo y se abstendrán de delinquir”; o el otro argumento salido de los cabellos del derecho de matar en defensa de sus haberes; o de equiparar nuestra realidad a la de países de Europa, o de Estados Unidos o Canadá y obrar en consonancia de éstos.
En todo caso, estas falsas dicotomías de justificar a quien asesina por variables como “seguridad vs inseguridad”, lo que nos hace es reconocer que el debate, más allá de afrontar un problema de seguridad y garantizar su estabilidad para todos los ciudadanos por parte del Estado, recae en la estratificación social en que la posibilidad de exigir los derechos es directamente proporcional al poder económico y político del individuo. Desde esta perspectiva, la discusión evidentemente no debería ser en torno a generar seguridad, sino en los mecanismos en que el Estado abandona su deber constitucional para priorizar unos intereses particulares y generar la pugna entre “derechos individuales vs derechos colectivos”.
Las armas son un negocio, es el más lucrativo que existe en el mundo, junto al de estupefacientes. Por ello, es esencial comprender que, permitir el porte de armas por civiles, contrario a generar un sentido de seguridad, desemboca en ajusticiamientos “por mano propia”, masacres y tiroteos como los que padecen en Estados Unidos.
Los argumentos evidentes respecto a la ÉTICA Y LA MORAL del porqué asesinar y quitarle la vida a otra persona no es correcto. Pero desafortunadamente ésta no es la posición dominante en nuestro ámbito. Cuando una sociedad naturaliza comportamientos con entropía negativa para justificar el accionar colectivo, o permanecer impasible frente a la agresión u hostigamiento “hacia los otros” estamos frente a una sociedad que ha roto su tejido social, una sociedad enferma! Cuando la legislación, o el ejercicio del poder tienden a atenuar homicidios, y aún, masacres, urge revisar nuestra propia historia y reconocer las formas efectivas en que podamos romper con lazos de odio, las cadenas de violencia y vendettas (venganza de sangre) que nos han acompañado en nuestra sociedad.
Es tan reconocida como cierta la frase del lenguaje popular cuando expresa que, “nadie que esté vivo en Colombia en la actualidad ha podido vivir un solo día de paz”. Si nos remontamos a nuestra historia reciente desde El Bogotazo (en 1948); bombardeo Marquetalia y aparición de las guerrillas (1964); Toma del Palacio de Justicia (1985); Narcotráfico, Pablo Escobar, Carteles de Medellín y de Cali (80´s y 90´s); Gobierno de AUV y su “seguridad democrática y falsos positivos” (2002 – 2010); Carro bomba en la Escuela de Cadetes General Santander (2019); bombardeos de fuerzas militares a lo largo del territorio nacional, el asesinato a líderes sociales y defensores de DDHH, los homicidios de excombatientes firmantes del acuerdo de Paz (2020-2021), etc., confirmamos en el día a día la violencia extrema y cruel que de manera nefasta forma parte de nuestras vidas.
Ahora nos preguntamos, y todo esto, ¿qué tiene que ver con el debate de porte de armas? Sin duda, con estos antecedentes, el porte de armas es una idea poco sensata, y nos hace pensar en alternativas que se han planteado en numerosas ocasiones como la necesidad de un orientar y fortalecer al Estado para que haga inversión social y desarticule los nudos de pobreza y criminalidad. Una política frontal para reducir tantas inequidades, con presencia activa del Estado en TODO el territorio nacional a través de sus instituciones, y sobre todo en aquellas regiones que permanecen en poder de bandas de criminales financiadas por mafias del narcotráfico y demás organizaciones delincuenciales. Aunar esfuerzos y evidenciar una verdadera voluntad para combatirlas desde la institucionalidad debe ser el camino; presencia del Estado que no solo debe ser militar, sobre todo en inversiones y acciones efectivas para contribuir a la solución de los grandes problemas sociales y económicos ocasionados por la explotación, la inequidad y la marginalidad de comunidades y su entorno.
Para comprender la relación entre el conflicto armado, sus consecuencias en la nación, y la cultura de violencia que impera en nuestra sociedad, habría que acudir a dos elementos fundamentales: el primero, la carencia en una educación emocional que permita a los individuos tramitar los conflictos de forma no violenta y romper con una historia; y segundo, elaborar como sociedad, mecanismos de resiliencia y paz para sanar las heridas abiertas. Esta discusión que parece en abstracto y nos lleva a una profesa estructural como es nuestra propia educación y la cultura que replicamos, estimula la conexión entre el individuo y la sociedad.
Asumir con responsabilidad las enfermedades mentales es reconocer que la sociedad posee diferentes afectaciones sobre el estado de ánimo, el pensamiento y el comportamiento de las personas. El debate salud mental es urgente y debe ser una prioridad. La sociedad está enferma. Por una u otra razón, todos quienes vivimos en este país cargamos con una serie de problemas que son más frecuentes que en otros contextos y otras sociedades. Más aún, en medio de la hojarasca nos encontramos perdidos dando palos de ciegos, para ver la mejor manera de mantener la cordura en una sociedad que a diario hace todos sus esfuerzos por mantenernos enfermos.
Diferentes tipos de estrés (sólo el estrés laboral afecta al menos al 33% de los colombianos), depresión, ansiedad, demencia, trastorno bipolar, miedo social, ira, violencia, soledad extrema, resentimiento, son tan solo algunos de los problemas que debemos empezar a pensarnos, y ver que la salud mental de los Colombianos no es un asunto menor. Según el Estudio Nacional de Salud Mental en Colombia (2003) el 40,1 % de la población colombiana entre 18 y 65 años ha sufrido, está sufriendo, o sufrirá alguna vez en la vida un trastorno psiquiátrico diagnosticado. Es vergonzoso para cualquier Estado el verificar que casi la mitad de la población ha sido afectada en su salud mental, a veces por omisión de sus gobernantes, otras veces, por su responsabilidad directa en la violencia contra su propia comunidad.
Post scriptum:
Toda esta reflexión me hace pensar en la importancia de empezar con transformaciones sociales de fondo. La sociedad no debería legitimar en ningún sentido el homicidio. Son muchos casos de homicidios en “defensa propia” a sus presuntos atacantes; muchos otros asesinatos sobre población civil inerme, cotidianidad que debería darnos vergüenza y repudio, pues pese a las circunstancias, el principio básico que debería regirnos como ciudadanos es el hecho que vivimos en un “Estado de derecho” es decir, un modelo de orden social por el cual todos los miembros se consideren igualmente sujetos a códigos y procesos legales. Y aquí sí que recobra importancia las inaplazables acciones a través del arte y la cultura como medios desde los cuales se propone la transformación de la sociedad, como prioridad exigible a los gobernantes sobre sus ciudadanos. En este mismo orden de ideas, aplicar en la práctica el Artículo 11 de la Constitución de Colombia: “El derecho a la vida es inviolable. No habrá pena de muerte.”