Mi hermano y su guitarra | Editorial febrero 2024
Por: Alejandro Jiménez Schröder
En la azotea de mi casa se halla un auténtico paraíso: un jardín donde las aves acuden cada mañana a entonar sus cánticos, mientras que, por las tardes, mi hermano se entrega a la práctica de su guitarra, ávido por aprender. Con deleite le observo cómo dedica tiempo a su instrumento, con la paciencia y la disciplina de quien medita sobre los misterios de la existencia desde la contemplación. Sus manos interpretan melodías tratando de seguir el ritmo y el compás de aquellas canciones clásicas, mientras su rostro refleja una sabiduría que ha ido adquiriendo con sus lecturas, con su antropología, su caminar por el mundo…
Cada vez que lo veo practicando con su guitarra, tan distante del mundo y tan cercano al corazón; con esa pasión y concentración que le caracteriza, me viene a la memoria la imagen de los grandes maestros de la palabra y las cuerdas que han guiado mis pasos desde la adolescencia, recordándome aquella rica tradición de creadores que resisten a un mundo se vuelve cada día más genérico, agresivo y enajenador: Los cantautores.
Ahora que me dispongo a escribir estas palabras, con una taza de café entre mis manos, veo a través de la ventana y reflexiono sobre la era en la que vivimos. No afirmo que sean los tiempos más difíciles, aunque sin duda podrían ser menos convulsos. Me viene a la mente la canción «Cambalache» de Enrique Santos Discépolo: Y que acertado al decir «que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé. En el quinientos seis y en el dos mil también…» pues nadie podría negar que la sociedad ha experimentado cambios drásticos con el avance de la tecnología, pero lamentablemente, también parece haber perdido parte de su humanidad.
Los días actuales se sienten cargados de tensión. Las melodías de la sociedad contemporánea y sus ritmos parecen haberse vuelto esquivos a la poesía. Las emisoras, el tráfico y los sonidos de la internet nos atan y embriagan de una melcocha consumista que empobrecen al corazón. En una época que ha empobrecido las letras y donde los sonidos se asemejan más a ruidos, siempre encuentro consuelo en las palabras de los maestros cantautores que provienen de una larga tradición.
Cantautores, hijos de los juglares…de los contadores de historias y maestros de la palabra, persisten incluso hasta hoy en día, resistiendo a los embates del tiempo, y para mí, todo un honor el haber tenido el privilegio de conocer y enriquecer mi vida con sus obras.
La influencia de Facundo Cabral en mí ha sido una constante fuente de inspiración desde mis años escolares; sus palabras se convirtieron en aliento a la adversidad en un mundo en donde todavía se hablaba de “la canción social”. Mi hermano fue el artífice, y sin proponérselo, inculcó en mí el amor por estas canciones. Él, unos años mayor, escuchaba las canciones de Cabral, Silvio y Milanés dejando en mí un legado de esperanza y optimismo. Con la llegada de Silvio Rodríguez descubrí la palabra comprometida, la vocación y la fuerza de la revolución. Sus letras se convirtieron en acciones que alimentaron la resistencia. Luego vinieron años de universidad y con Alberto Cortez encontré la utopía que se hacía canción y la posibilidad de construir castillos en el aire, la posibilidad de encontrar un sentido propio a la vida, y de creer que es posible trazar nuevos caminos resistiendo a la adversidad como un Quijote. Como diría Antonio Machado: “Caminante, son tus huellas el camino y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar.”.
Con el pasar de los años, Joaquín Sabina me adentró en el mundo de las palabras que bailan, que seducen, las que se entrelazan con la guitarra y toman forma en sus manos, su voz y su poesía, convirtiéndose en algo femenino y poderoso que generaban seducción. Luego con Manuel Serrat encontré el verso hecho canción, y allí descubrí que la literatura y los grandes poetas como Miguel Hernández y Antonio Machado se podían disfrutar desde más de una orilla de la palabra. Al mismo tiempo se hizo presente Paco Ibáñez con quien volví a enamorarme de la poesía clásica y poetas que hasta aquel momento eran ajenos a mí. Luego en la universidad vinieron a mí un torbellino de cantautores como Ismael Serrano, Pedro Guerra, Luis Eduardo Aute, Rozalén, Marwan, Jorge Drexler, entre muchos otros. Una serie de valientes guerreros que, desde esta última generación, han continuado esta tradición en medio de tiempos cambiantes. Sus letras rebosan de esperanza, nostalgia y utopía, manteniendo viva la llama de la resistencia, la poesía y la reflexión.
Ahora veo por la ventana un mundo que corre sin sentido, sin rumbo, ajetreado y maltrecho. Un mundo que ha olvidado cuidar de sí mismo, un mundo que va demasiado rápido y sin rumbo. Un mundo que va herido e hiriendo a la humanidad… Y al ver a mi hermano tocar su guitarra, con la pasión y la vocación del tiempo, veo en la claridad que ha logrado y pienso que ese es el camino… que anhelo transitar.