Por: Alejandro Jiménez Schröder
Solo cuando llegué a Alemania pude ver, desde la distancia, lo solos que andamos. No me refiero a mí, a ti o a alguien en particular. Hablo de una sociedad que ha perdido la capacidad de socializar y construir puentes para forjar nuevas relaciones.
En Colombia, en un par de ocasiones instalé aplicaciones de citas, llevado por las dinámicas sociales que te impulsan a actuar como la mayoría; o dicho de otra forma, como parte de una manada, pues otros caminos “parecen imposibles”.
Instalé la app de citas, y no me llevó mucho tiempo darme cuenta de que aquello no era más que un modelo de negocio que vendía humo. Lo único que lograba era ampliar la brecha entre expectativas e ilusiones, que no saciaban una necesidad real, sino que vendían insatisfacción para luego ofrecer una supuesta alternativa.
El problema es que, al igual que la mayoría, esa alternativa no respondía a las verdaderas necesidades humanas. Más bien, rompía las formas tradicionales de vinculación que han funcionado durante más de cuarenta mil años, y nos recuerdan lo básico: salir a conseguir alimento, entretenimiento, enriquecimiento espiritual. ¿Qué pasó en la sociedad para que la incapacidad de hablar y conectar con otros haya abierto una brecha tan profunda de soledades e invisibilización?
La respuesta sencilla sería culpar a la tecnología o a las redes sociales. Y aunque algo de verdad hay en eso, bien sabemos que las respuestas simples sólo ofrecen una perspectiva limitada, incapaz de abarcar las múltiples variables y complejidades del mundo moderno.
A mi llegada a Europa, uno de los grandes descubrimientos fue la soledad de las diásporas. El sentimiento de abandono aparece en el migrante que, por distintas realidades, tuvo que dejar su hogar. Poco a poco, su alma empieza a extrañar aquello con lo que su espíritu se había alimentado. La falta de su cultura, de compartir con seres queridos, o incluso el acceso a otros alimentos y preparaciones, tiene una fuerza invisible pero demoledora. A veces, es capaz de apagar esa llama intensa y colorida que arde en el corazón latinoamericano cuando piensa en su patria.
Me contó una amiga que lleva más de dos años en España que su vida se había reducido a una rutina de subsistencia: de la casa al trabajo, del trabajo a la casa. El extrañamiento empieza entonces a cerrar conexiones. Por eso, es cada vez más común encontrar en las apps de citas un intento de comunidad, de crear lazos, de sentir pertenencia. Sin embargo, ¿a qué costo estamos jugando este juego?
Aunque sea este uno de los factores menos relevantes cuando lo pensamos a nivel existencial, debemos contemplar que en el plano netamenete económico, el costo para el individuo que “paga” por evitar la soledad es alto. La ganancia se la lleva la empresa que capitaliza cada interacción, cada swipe, cada suscripción premium. Mientras que de lado y lado hay dos seres humanos anhelado el amor, el deseo, la necesidad de conexión —todo se monetiza. El algoritmo no está diseñado para que encuentres pareja o amistad, sino para que sigas buscando, enganchado en un ciclo sin fin de consumo emocional disfrazado de oportunidad.
En el plano de la realización personal, podemos ver como a nivel personal, el impacto es aún más profundo. El tiempo, que es nuestro recurso más valioso, se invierte en relaciones superficiales, muchas veces vacías. Se busca saciar deseos inmediatos, alimentar el ego o producir una dosis rápida de dopamina. La conexión genuina, la construcción paciente de vínculos duraderos, pierde valor frente a la inmediatez de un match.
Finalmente, podemos ver como el impacto a nivel social, sus efectos serán a mediano y largo plazo; es angustiante pensar que estamos construyendo microuniversos que ignoran la diversidad. Cada uno se convierte en su propia burbuja digital, consumiendo contenido personalizado que refuerza sus propias creencias, deseos y gustos. A través de transmisiones en vivo, historias o reels, formamos parte de una gran estructura sin diálogo ni comunidad. Redes como TikTok limitan la experiencia del mundo real. Se reemplaza la caminata espontánea o el café con amigos por la interacción segura desde la pantalla. Lo digital se vuelve el único paradigma posible.
Y entonces, nos preguntamos: si las redes nos conectan, ¿por qué nos sentimos tan solos? Porque quizás, en este nuevo mundo de hiperconectividad, lo que perdimos no fue la posibilidad de hablar, sino la capacidad de escuchar, mirar a los ojos y quedarnos en silencio junto a otro sin necesidad de filtros ni algoritmos.
Desde Lapislázuli Periódico queremos invitarte a reconectar con lo esencial: ¡volvamos a encontrarnos con nuestra propia existencia!
Sal al parque, anímate a tomarte una selfie… ¿y si te dejas invitar un café?
Porque al final del día, ¿de qué nos sirve estar hiperconectados, acumulando experiencias en internet, si con ello perdemos la capacidad de asombrarnos con lo más simple: disfrutar lo que tenemos a nuestro alrededor?
La soledad de las redes sociales – Editorial mayo