“Yo no creo que el arte pueda tumbar gobiernos”: Beatriz González

Durante el montaje de la serie de sus obras inéditas que recién inauguró Casas Riegner, nos sentamos a hablar con la artista santandereana sobre su trayectoria, sobre política, memoria histórica y la necesidad urgente de un duelo colectivo en Colombia.

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Durante el montaje de la serie de sus obras inéditas que recién inauguró Casas Riegner, nos sentamos a hablar con la artista santandereana sobre su trayectoria, sobre política, memoria histórica y la necesidad urgente de un duelo colectivo en Colombia.

Por los colores de Beatriz González ha pasado la historia de Colombia. Sigue pasando. Turbayes, Belisarios, cargueros y muertos, militares, recortes de prensa elevados a íconos, suicidas enamorados, mujeres en duelo. Con los ojos atentos al montaje de la pintura de una maloca wiwa ardiendo en llamas, en el ala oriental de la galería Casas Riegner en Bogotá, a la artista santandereana la sorprende rememorar sus más de cincuenta años de trayectoria artística y darse cuenta —explica con una voz profunda, la mirada clavada en la pared— de que sus manos nunca se han quedado quietas.

 

El año pasado cumplió ochenta. Sus últimos meses han sido, quizá, los más agitados en su trayectoria internacional. Una curaduría de su producción histórica,Beatriz González, 1965-2017, se exhibió en el Museo Reina Sofía de Madrid, en el Instituto KW para el Arte Contemporáneo Berlín y el CAPC-Museo de Arte Contemporáneo de Burdeos. Por allí pasaron algunas de sus obras más populares: Decoración interior (1981), la cortina en la que se burlaba de las fiestas de alto vuelo del expresidente Julio César Turbay Ayala, el Telón de la móvil y cambiante naturaleza (1978), su apropiación de Le Déjeuner sur l‘Herbe (1863) de Édouard Manet, algunas reproducciones de su serie Cargueros, así como otras de sus intervenciones sobre mesas, muebles y tocadores.


Tierra en Barrancas, Beatriz González. Cortesía Casas Riegner.

Con rigor y constancia, Beatriz González ha cultivado una prolífica producción que sigue engrosándose. Ella misma prefiguró ese acervo indeleble para la historia del arte colombiano, que hoy se exhibe alrededor del mundo, desde la primera obra que puso las miradas sobre su arte en los sesenta cuando, apresurada por una tarea en la clase del maestro Juan Antonio Roda en Universidad de los Andes, emuló con trementina y gestos rudos La rendición de Breda, de Velásquez. Dos versiones de ese lienzo, que está perdido y que, según ella, “la lanzó al primer estrellato”, serán exhibidos el próximo 18 de abril en una retrospectiva de 150 piezas (Beatriz González, a retrospective), curada por Maricarmen Ramírez y Tobías Ostrander, que tendrá lugar en el Pérez Art Museum de Miami (PAMM) y que itinerará a final de año hacia el Museum of Fine Arts de Houston.

 

Como antesala de su gira norteamericana en 2019, este miércoles se inauguró en Casas Riegner Paisajes Nacionales: Beatriz González, pinturas y dibujos, la muestra de su más reciente producción. Allí se expondrán por algunos meses una serie de obras inéditas en las que González lee tragedias naturales recientes en la historia del país a la luz los cuatro elementos: agua, aire, tierra y fuego. Esto acompañado de una serie de 500 copias de afiches en tipografía de mujeres en duelo con los cuales empapeló esta semana Bogotá, después de haberlo hecho recientemente en Zúrich. Además, Vanessa Bergonzoli y Yanina Valdivieso, de la productora Display None, estrenarán un nuevo documental retomando la polémica y el estado actual de Auras anónimas, la serie de lápidas intervenidas en los columbarios del Cementerio Central de Bogotá, en riesgo de desaparición por un proyecto urbanístico de la alcaldía de Enrique Peñalosa. El resultado se proyectará en junio en The Shed en Nueva York.


“Este zócalo es mi llamado de atención”, Beatriz González. Foto: León Darío Peláez

Beatriz González —la mirada ahora sobre una pieza en carboncillo que recuerda las tragedias paramilitares en Barrancabermeja— lo recuerda todo, o casi todo, con viva precisión. Cada una de las serigrafías de vivos colores, las reproducciones sobre lápidas, muebles, bandejas. También las cortinas, los óleos. Cada una de las pintorescas escenas con las que se burló durante años de la clase política colombiana. En medio del montaje de las últimas piezas de la serie que recién inauguró Casas Riegner, nos sentamos a hablar con ella sobre su trayectoria, sobre política, memoria histórica y la necesidad urgente de un duelo colectivo en Colombia.

Su nueva exposición, Paisajes nacionales, está hilada desde los cuatro elementos en relación con las tragedias naturales. Cuéntenos sobre ella.

Paisajes nacionales surge de los cuatro elementos. Pero no son los cuatro elementos limpios que le enseñan a uno en el colegio —el aire, el agua, el fuego y la tierra—, sino que son cuatro elementos trágicos. Todos están enraizados en sitios específicos: el agua en el Valle, el aire en la Guajira, la tierra en Barrancabermeja y el fuego en la Sierra Nevada de Santa Marta. No estoy haciendo una abstracción, sino que quise pensar cómo esos cuatro elementos funcionan en contextos particulares de tragedia.

¿De qué manera exploran sus obras cada uno de los cuatro elementos en relación con esas regiones?

Los dibujos y pinturas vinculan los cuatro elementos con las tragedias que suceden y han sucedido en esos lugares. De eso se trata: una exposición que tiene el lado natural en cuyo revés está el duelo. El fuego es la Sierra Nevada de Santa Marta, a raíz de la noticia de los once wiwas que estaban reunidos y murieron cuando un rayo incendió su maloca. La maloca se volvió un símbolo de ese incendio en la Sierra, de los pueblos quemados. Para las tragedias de la tierra llegué a una foto de Barrancabermeja, de cuando los paramilitares estaban allá. Mataban personas y los familiares terminaron enterrando los cajones con fotos pegadas, porque nunca encontraron los cuerpos. Me pareció que esta foto era muy interesante, que la tierra estaba vinculada a la acción de la persona con la pica, a los oficios de recoger y llevar los cuerpos.

Por otro lado, están los niños cargando agua. En el siglo XIX a las personas que cargaban agua las llamaban aguateras: estos son niños aguateros que cargan bidones, que están llevando agua en zonas de sequía. En la última parte exploro lo que significa el aire en la Guajira, las cercas de la Guajira que hacen que el aire pase. Son muy repetitivas: uno ve familias completas detrás de cercas de madera amarradas por donde circula el aire. Pensar cómo representar a la Guajira fue lo que más trabajo me costó. A lo último llegué a la conclusión de que solamente con el carbón se podía decir que el aire de la Guajira está polucionado por el Cerrejón. Lo que los une es que en todos estos dibujos y pinturas el duelo acompaña a los cuatro elementos.

Hay una suerte de giro hacia el paisaje en esta serie, algo que no ha sido muy frecuente en su obra.

Sí, hay muy poco paisaje en mi obra. Esto fue un paso para mí: llegar al paisaje. Y no a cualquiera, sino a este paisaje dramático: los vacíos, los huecos. A mí me gusta mucho, pero no he trabajado casi con él. No me acuerdo cuál fue el momento exacto en que comencé a hacer este trabajo con los cuatro elementos, creo que fue hace como dos años. Los primeros los hice pequeños al óleo y se expusieron en Zurich. Me empezó a gustar mucho trabajar sobre este lienzo, que es un lienzo de restauración. Los primeros tenían que ver, sobre todo, con el desplazamiento. Yo ya había abordado el tema, específicamente con las tragedias de los venezolanos migrantes. Eso lo había hecho en Zulia Zulia Zulia (2015), un grupo de obras que tenían que ver con Venezuela y el desplazamiento hacia Colombia. Decidí que, sin salirme del tema de la tragedia en el país, había que buscar otra cosa. En esa búsqueda encontré el paisaje.

En la segunda parte de la exposición usted regresa a los zócalos, algo que había explorado en los ochenta. ¿Por qué?

Cuando comencé a hacer los primeros, el Zócalo de la tragedia y el Zócalo de la comedia, Belisario estaba de presidente. Él insistía mucho en el tema de la identidad nacional. A mí me aburrían mucho esos discursos de él. Todo era “identidad nacional, identidad nacional”. Para cuestionar esa idea del amor patrio, hice esos zócalos que eran para colocar en las calles: al presidente Turbay condecorando a un señor, que era la comedia, y la tragedia, que era un uxoricidio, el marido que acababa de matar a la mujer. No sé si sea cierto, pero yo creo que es la primera vez que se hizo una acción artística en la calle. Les entregué eso a los hombres que andaban con el almidón y que podían colgarlos en cualquier parte de la ciudad. Para mí esos zócalos eran como una definición de Colombia, un país que se mueve entre la tragedia y la comedia. Pensé que si se colocaban en la calle mil impresiones en tipografía y en papel barato la gente iba a entender a Colombia.

Pasados todos estos años, del 83 hasta hoy, se me ocurrió volver a hacer un zócalo que también definiera el país. Decidí trabajar sobre las mujeres en el duelo. Estas mujeres están llorando o porque tuvieron una tragedia de la naturaleza o porque mataron a los miembros de su familia. Empecé haciendo bocetos para ver qué era lo más efectivo y elegí dos imágenes: la repetición empieza con una mujer que se tapa la cara con un pañuelo y sigue con otra que tiene un celular —cuando miras bien, las mujeres siempre están tratando de comunicarse: contar su dolor, saber qué ha pasado con su familia—. Esta es una exposición que tiene que ver con el dolor y la tragedia. Es una insistencia en el duelo. Imprimimos unos quinientos afiches, que vamos a colocar en las calles. Ya se hizo en Berlín y, ahora, se van a pegar en Zúrich y Bogotá. Esta es la repetición de un sistema que ya había usado, pero que quería volver a usar en este momento, porque creo que, como sociedad, no hemos hecho muchos duelos. Este zócalo es mi llamado de atención.


Los zócalos del duelo. Beatriz González. Cortesía Casas Riegner.

¿Por eso el título de esta exposición?

Así es. Antes había hecho una exposición que se llamó Identidad nacional. Por eso esta se llama Paisajes nacionales. Identidad nacional qué era: era precisamente el Zócalo de la comedia y la tragedia. También hice unos Bolívares en pañuelos, hice un bodegón colombiano que, en lugar de tener frutas, tenía los micrófonos del Congreso y los pies de los héroes. Esa era una exposición muy burlesca en cierta forma, tenía los presidentes que iban y se ponían los gorros de los indígenas al Putumayo y esas cosas. Esas fotos las ponía con el Indio Amazónico, hice un papel de colgadura. Para mí la identidad nacional era una burla al gobierno. Eso es lo que hice. Pero corté con esa alegría después del Palacio de Justicia.

Usted ha dicho que ese corte lo hizo, además, en su elección de colores.

Sí, en ese momento cambiaron mis colores. Fue tan conmovedor el incendio del Palacio de Justicia que realmente ahí empezó un proceso fuerte en mi obra. Antes yo hacía esas cosas alegres alrededor de ciertos presidentes, todo desde la idea de la tragicomedia, pero el Palacio fue solo una tragedia. Dejé de usar los amarillos o verdes esmeralda y me quedé solo con los vinotintos, los colores dramáticos.

¿Y esta reciente exploración suya, en términos de colores y materiales, responde al nuevo contexto?

Siempre. Aunque para Zúrich trabajé las piezas en óleos, los colores de estas pinturas y dibujos sí son muy dicientes: el carboncillo, el lienzo crudo, técnicas que aluden a esa tierra roja y al incendio o al carbón contaminante de la Guajira.

Si en algún momento sus obras hablaban de la tragicomedia de Colombia, luego de la tragedia cruda después del Palacio de Justicia, ¿de qué hablan ahora?

Hay una cosa que siempre me preguntan y que no sé cómo contestar como artista: “A usted, ahora que se le acaba la tragedia, ¿cuál tema va a coger? ¿Qué va a hacer?”. No hay persona que durante todo el proceso de paz no me haya preguntado eso como si me fuera a quedar varada. Pero yo no me voy a quedar varada porque ahora no haya tragedia. Lo que siempre contesto es que es una situación inédita, una situación que afortunadamente nos tocó vivir, y les aclaro que el artista no está casado con un tema. El artista tiene una sensibilidad de cara a lo que esté sucediendo en cierto momento.

¿Siente que todavía su arte, que ha estado muy anclado a la actualidad política y social de Colombia, debe seguir explorando el duelo?

Sí, sobre todo porque yo creo que el duelo es un tema universal, una modalidad muy sagrada en todas partes para culminar un proceso traumático. En Colombia hay que hacer un gran duelo por todas las víctimas, un gran, gran duelo. Pero, al mismo tiempo, yo creo que puede haber cosas de esperanza. Estoy trabajando unos telones grandes sobre la guerra y la paz. Para eso me pregunto: ¿qué es la paz? Hay una alegría, hay música, hay una serie de elementos que contrastan con los asesinatos de líderes, de opositores. Esos temas siguen jugando en mi obra.

¿Hay que insistir desde el arte para que ese gran duelo colectivo pueda darse?

Precisamente a lo que quiere llevar mi obra es a una reflexión: que se dé el duelo, que se haga genuinamente, que no sea solo pelotera política, sino que se dé un duelo sincero y el país entero lo haga. Por eso la importancia del cementerio y de una obra como Auras anónimas: se necesitan sitios para el duelo. Así sea una obra vieja, todavía funciona la reiteración de las imágenes, la repetición de esas figuras que cargan cadáveres.

 

Algunos ahora quieren lo opuesto: en vez de entregarse a la repetición, prefieren desviar la mirada de la imagen trágica.

De mi parte hay una insistencia y por eso regreso sobre temas como los zócalos que volveremos a colocar en la calle. En esa época de nosotros yo trabajaba mucho con Luis Luna, que estaba en Berlín. Él se fue para allá y se llevó un poco de zócalos. Los colocó en las calles en un momento terrible para ellos, y las fotos del acto son impresionantes. Son fotos muy dramáticas de la gente viéndolas. Fue un fuerte llamado de atención. No creo que el arte vaya a tumbar gobiernos, eso se sabe. Si no, ya los caricaturistas habrían tumbado varios. Sin embargo, sí puede llamar la atención, convocar al duelo desde la reiteración.


Diseño cartel del Festival de Cine de Bogotá, por Beatriz González. Cortesía Casas Riegner.

Usted ha satirizado siempre a las figuras del poder político: Turbay Ayala, Belisario Betancur. ¿Cómo ve a Iván Duque?

No, él es terrible. Me parece un poco creído y estoy muy triste. Lo suyo es volver atrás muchas cosas, sobre todo cuando uno pensaba que el proceso de paz iba a estar concatenado. Él mismo se da cuenta: ¿cómo es que compra unas botas a excombatientes, gente que está metida en esos campamentos haciendo lo posible por sobrevivir, por aprender un oficio y salir de la guerra, con voluntad, y al tiempo pone en riesgo el proceso? Está dañando la paz. No sé si se pueda salir de eso, soy muy pesimista.

¿La desalientan también los nombramientos recientes en instituciones como el Centro Nacional de Memoria Histórica?

Claro, ¿qué tal el señor Acevedo en el Centro de Memoria Histórica? Por más de que sea un profesor, si ha dicho y ha manifestado ideas como que en Colombia no hubo un conflicto armado interno, hay algo dentro de él que no puede negar y no va a funcionar allí. También lo del Archivo General de la Nación, que estaba en muy buenas manos. Rara vez pasa y Duque lo cambió. Siempre había estado manejado por abogadillos, hasta la llegada Garnica, que sabía cómo funcionaba, que había visitado archivos del mundo. Lo quitaron tranquilamente para poner a un escritor que dice que no hubo conquista. Es triste: hay una voluntad de borrar. Veo eso, que se quiere borrar la discusión de la historia. Es muy peligroso.

 

¿Y el arte puede, de alguna manera, hacerle frente a esa voluntad de borrar? En su obra ha habido una relación particular con la memoria histórica de Colombia.

Es muy raro. Estuve en estos años pasados en retrospectivas en Burdeos, en el Reina Sofía de Madrid y en el KB de Berlín, y yo sí vi que la gente estaba admirada de ver que una artista de tierras tan remotas pudiera tener una reflexión tan fuerte sobre lo que era la política y, sobre todo, la historia. Lo más interesante es que la mía es la visión de una pobre mujer de Bucaramanga que de pronto entiende que sus habilidades y su sensibilidad, hacia el color, hacia la línea, hacia ciertos matices, puede causar reflexión política. Yo no creo que yo pueda hacer más, sino que la gente reflexione. Entonces ya viendo la obra completa es muy interesante: cómo han ido cambiando las distintas miradas mías sobre el país, sobre la política, hasta llegar a lo de ahora.

A pesar de las transformaciones, en su obra siempre está relación con los medios masivos, con la imagen popular.

Eso es importantísimo para mí. Todas estas obras son sacadas realmente de reportería gráfica. Pero la reportería gráfica es efímera. Entonces lo que yo hago es tomarla y darle otras calidades —no cualidades, sino calidades, porque igual son muy buenas—: las vuelvo íconos, pequeñas oraciones, imágenes de reflexión. Mi camino es muy claro: lo que me importa es la imagen, y el poder de la imagen. El poder contra el poder.

¿No le da miedo?

Afortunadamente nosotros somos independientes. No estamos pidiendo puestos ni nada, ni queremos hacer nada así. En cambio, lo que yo sí creo es que de pronto las obras de uno sirven para una reflexión. Como digo: no creo que vayamos a tumbar presidentes. Aunque mucha gente me pregunta a mí: “¿Y no va a pintar a Uribe?”.

¿Y usted qué les dice?

Que no me interesa como tema. Cuando hice a Turbay yo no pensaba en tumbar a Turbay. Igual con Belisario. Pero fíjese cómo esas imágenes han perdurado más que ellos.

*Editor digital de ARCADIA.

FUENTE:  www.revistaarcadia.com

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